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– ?Se aburre usted mucho?…
El espa~nol le mir'o fijamente antes de responder:
– ?Y usted?…
Contest'o con un movimiento de cabeza afirmativo, y Robledo hizo un gesto de invitaci'on que pretend'ia decirle: «?Quiere usted que nos vayamos?…» Pero los ojos melanc'olicos del desconocido parecieron contestar: «Si yo pudiese marcharme… !qu'e felicidad!»
– ?Es usted de la casa? – pregunt'o al fin Robledo.
Y el otro, abriendo los brazos con una expresi'on de desaliento, dijo:
– Soy su due~no; soy el marido de la condesa Titonius.
Despu'es de tal revelaci'on, crey'o oportuno Robledo abandonar su asiento, guard'andose el cigarro que iba 'a encender.
Al volver 'a los salones vi'o que todos aplaud'ian ruidosamente 'a la poetisa, convencidos de que por el momento hab'ia renunciado 'a decir m'as versos. Estrechaba efusivamente las manos tendidas hacia ella, y luego se limpiaba el sudor de su frente, diciendo con voz l'anguida:
– Voy 'a morir. La emoci'on… la fiebre del arte… Me han matado ustedes al obligarme con sus ruegos insistentes 'a recitar mis versos.
Mir'o 'a un lado y 'a otro como si buscase 'a Robledo, y al descubrirle, fu'e hacia 'el.
– D'eme su brazo, h'eroe, y pasemos al buffet.
La mayor parte del p'ublico no pudo ocultar su regocijo al ver que se abr'ia la puerta de la habitaci'on donde estaba instalada la mesa. Muchos corrieron, atropellando 'a los dem'as, para entrar los primeros. La Titonius, apoyada en un brazo del ingeniero, le miraba de muy cerca con ojos de pasi'on.
– ?Se ha fijado en mi poema La aurora sonrosada del amor!… ?Adivina usted en qui'en pensaba yo al recitar estos versos?
'El volvi'o el rostro para evitar sus miradas ardientes, y al mismo tiempo porque tem'ia dar libre curso 'a la risa que le cosquilleaba el pecho.
– No he adivinado nada, condesa. Los que vivimos all'a en el desierto, !nos criamos tan brutos!
Agolp'aronse los invitados en torno 'a la mesa, admirando los grandes platos que ocupaban su centro, como algo imposible de conquistar. Eran magn'ificos pasteles y pir'amides de frutas enormes, que se destacaban majestuosos sobre otras cosas de menos importancia.
Los dos criados que estaban antes en el recibimiento y un ma^itre d’h^otel con cadena de plata y patillas de diplom'atico viejo parec'ian defender el tesoro del centro de la mesa, dign'andose entregar 'unicamente lo que estaba en los bordes de ella. Serv'ian tazas de t'e, de chocolate, 'o copas de licor; y en cuanto 'a comestibles, s'olo avanzaban los platos de emparedados y galletas.
El viejo de las bufandas, al que llamaba la condesa cher ma^itre, se cans'o sin 'exito dirigiendo peticiones 'a un criado que no quer'ia entenderle. Avanzaba un plato vac'io para obtener un pedazo de pastel 'o una de las frutas, se~nalando ansiosamente el objeto de sus deseos. Pero el dom'estico le miraba con asombro, como si le propusiese algo indecente, acabando por volver la espalda, luego de depositar en su plato una galleta 'o un emparedado.
Robledo qued'o junto 'a la mesa, cerca de aquellas mate-rias preciosas y alquiladas defendidas por la servidumbre. La condesa abandon'o su brazo para contestar 'a los que la felicitaban. Satisfecho de que la poetisa le dejase en paz por unos instantes, fu'e examinando la mesa, con un plato y un cuchillito en las manos. Como el ma^itre d’h^otel y sus ac'olitos estaban ocupados en atender al p'ublico, pudo avanzar entre aquella y la pared, y cort'o tranquilamente un pedazo del pastel m'as majestuoso. A'un tuvo tiempo para tomar igualmente una de las frutas vistosas, parti'endola y mond'andola. Pero cuando iba 'a comerla, la due~na de la casa, libre moment'aneamente de sus admiradores, pudo volver hacia 'el su rostro amoroso, y lo primero que vi'o fu'e el enorme pastel empezado y la fruta despedazada sobre el platillo que el h'eroe ten'ia en una mano.
Su fisonom'ia fu'e reflejando las distintas fases de una gran revoluci'on interior. Primeramente mostr'o asombro, como si presenciase un hecho inaudito que trastornaba todas las reglas consagradas; luego, indignaci'on; y, finalmente, rencor. Al d'ia siguiente tendr'ia que pagar este destrozo est'upido… !Y ella que se imaginaba haber encontrado un alma de h'eroe, digna de la suya!…
Abandon'o 'a Robledo, y fu'e al encuentro del pianista, que rondaba la mesa, pasando de un criado 'a otro para repetir sus peticiones de emparedados y de copas.
– D'eme su brazo… Beethoven.
Al deslizarse entre dos grupos, dijo, mostrando al m'usico:
– Voy 'a escribir cualquier d'ia un libreto de 'opera para 'el, y entonces la gente se ver'a obligada 'a hablar menos de W'agner.
Se lo llev'o al gran sal'on, que estaba ahora desierto, y le hizo sentarse al piano, empezando 'a recitar 'a toda voz, con acompa~namiento de arpegios. Pero las gentes no pod'ian despegarse de la atracci'on de la mesa, y permanecieron sordas 'a los versos de la due~na de la casa, aunque fuesen ahora servidos con m'usica.