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Arroj'o violentamente 'a sus espaldas el cortinaje, y fu'e avanzando por la biblioteca como una invasi'on arrolladora. Sus ojos parecieron desafiar 'a Robledo.
– ?Qu'e es lo que me cuenta Federico? – dijo con voz 'aspera. – ?Quiere usted llev'arselo y que deje abandonada 'a su mujer entre tantos enemigos?…
Torrebianca, que al marchar detr'as de ella sent'ia de nuevo su poder de dominaci'on, crey'o del caso protestar para convencerla de su fidelidad.
– Yo no te abandonar'e nunca… Se lo he dicho 'a Manuel varias veces.
Pero Elena no lo escuchaba, y continu'o avanzando hacia Robledo.
– !Y yo que le ten'ia 'a usted por un amigo seguro!… !Mal sujeto! !Querer arrebatar 'a una mujer el apoyo de su esposo, dej'andola sola!…
Al hablar miraba fijamente los ojos del espa~nol, como si pretendiese contemplarse en ellos. Pero debi'o ver tales cosas en estas pupilas, que su voz se hizo m'as suave, y hasta acab'o por fingir un moh'in infantil de disgusto, amenazando al hombre con un dedo. El colonizador permaneci'o impasible, encontrando, sin duda, inoportunas estas gracias pueriles, y Elena tuvo que continuar hablando con gravedad.
– A ver expl'iquese usted. D'igame cu'ales son sus planes para sacar 'a mi marido de aqu'i, llev'andolo 'a esas tierras lejanas donde vive usted como un se~nor feudal.
Insensible 'a la voz y 'a los ojos de ella, habl'o Robledo fr'iamente, lo mismo que si expusiese un trabajo de ingenier'ia.
Hab'ia discurrido, mientras conversaba con Federico, la manera de sacarlo de Par'is. Buscar'ia al d'ia siguiente un autom'ovil para 'el, como si se le hubiese ocurrido de pronto emprender un viaje 'a Espa~na. Era oportuno tomar precauciones. Torrebianca a'un estaba libre, pero bien pod'ia ser que lo vigilase preventivamente la polic'ia mientras el juez estudiaba su culpabilidad. Aunque la frontera de Espa~na estaba lejos, la pasar'ian antes de que la Justicia hubiese lanzado una orden de prisi'on. Adem'as, 'el ten'ia amigos en la misma frontera, que les ayudar'ian en caso de peligro para que pudiesen llegar los dos 'a Barcelona, y una vez en este puerto era f'acil encontrar pasaje para la Am'erica del Sur.
Elena le escuch'o frunciendo su entrecejo y moviendo la cabeza.
– Todo est'a bien pensado – dijo – ; pero en ese plan, ?por qu'e ha de incluir usted solamente 'a mi esposo? ?Por qu'e no puedo marcharme yo tambi'en con ustedes?
Torrebianca qued'o sorprendido por la proposici'on. Horas antes, al volver Elena 'a casa, hab'ia mostrado una gran confianza en el porvenir para animar 'a su marido y tal vez para enga~narse 'a s'i misma. Ven'ia de visitar 'a hombres que conoc'ia de larga fecha y de recoger grandes promesas, dadas con la galanter'ia melanc'olica y protectora que inspiran los recuerdos lejanos de amor. Como no ve'ia otro remedio 'a su situaci'on que estas palabras, hab'ia necesitado creer en ellas, forj'andose ilusiones sobre su eficacia; pero ahora, al conocer el plan de Robledo, todo su optimismo acababa de derrumbarse.
Las promesas de sus amistades no eran mas que dulces mentiras; nadie har'ia nada por ellos al verlos en la desgracia; la Justicia seguir'ia su curso. Su marido ir'ia 'a la c'arcel, y ella tendr'ia que empezar otra vez… !otra vez! en un mundo extremadamente viejo, donde le era dif'icil encontrar un rinc'on que no hubiese conocido antes… Adem'as, !tantas amigas deseosas de vengarse!…
Robledo vi'o pasar por sus ojos una expresi'on completamente nueva. Era de miedo: el miedo del animal acosado. Por primera vez percibi'o en la voz de Elena un acento de verdad.
– Usted es el 'unico, Manuel, que ve claramente nuestra situaci'on; el 'unico que puede salvarnos… Pero ll'eveme 'a m'i tambi'en. No tengo fuerzas para quedarme… Primero mendigar en un mundo nuevo.
Y hab'ia tal tristeza y tal mansedumbre en esta s'uplica, que el espa~nol la compadeci'o, olvidando todo lo que pensaba contra ella momentos antes.
Torrebianca, como si adivinase la repentina flaqueza de su amigo, dijo en'ergicamente:
– O te sigo con ella, 'o me quedo 'a su lado, sin miedo 'a lo que ocurra.
A'un dud'o Robledo unos momentos; pero al fin hizo con su cabeza un gesto de aceptaci'on. Inmediatamente se arrepinti'o, como si acabase de aprobar algo que le parec'ia absurdo.
Empez'o 'a reir Elena, olvidando con una facilidad asombrosa las angustias del presente.
– Yo siempre he adorado los viajes – dijo con entusiasmo. – Montar'e 'a caballo, cazar'e fieras, arrostrar'e grandes peligros. Voy 'a vivir una existencia m'as interesante que la de aqu'i; una vida de hero'ina de novela.
El espa~nol la mir'o como espantado de su inconsciencia. Ya no se acordaba de Fontenoy. Parec'ia haber olvidado igualmente que a'un estaba en Par'is, y de un momento 'a otro la polic'ia pod'ia entrar en la casa para llevarse 'a su marido.
Le alarm'o tambi'en la enorme distancia entre la existencia real de los que colonizan las soledades de Am'erica y las ilusiones novelescas que se forjaba esta mujer.
Torrebianca les interrumpi'o con palabras de desaliento, como si juzgase imposible la realizaci'on del plan de su amigo.