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Y se mostraba satisfecho, como si esto equivaliese 'a un triunfo, no ocultando el disgusto que le habr'ia producido verse obligado 'a escoger entre su esposa y su compa~nero de juventud, en el caso de mutua antipat'ia.
Por su parte, Robledo se mostraba indeciso y como desorientado al pensar en Elena. Cuando estaba en su presencia, le era imposible resistirse al poder de seducci'on que parec'ia emanar de su persona. Ella le trataba con la confianza del parentesco, como si fuese un hermano de su marido. Quer'ia ser su iniciadora y maestra en la vida de Par'is, d'andole consejos para que no abusasen de su credulidad de reci'en llegado. Le acompa~naba para que conociese los lugares m'as elegantes, 'a la hora del t'e 'o por la noche, despu'es de la comida.
La expresi'on maligna y pueril 'a un mismo tiempo de sus ojos imperturbables y el ceceo infantil con que pronunciaba 'a veces sus palabras hac'ian gran efecto en el colonizador.
– Es una ni~na – se dijo muchas veces – ; su marido no se equivoca. Tiene todas las malicias de las mu~necas creadas por la vida moderna, y debe resultar terriblemente cara… Pero debajo de eso, que no es mas que una costra exterior, tal vez existe solamente una mentalidad algo simple.
Cuando no la ve'ia y estaba lejos de la influencia de sus ojos, se mostraba menos optimista, sonriendo con una admiraci'on ir'onica de la credulidad de su amigo. ?Qui'en era verdaderamente esta mujer, y d'onde hab'ia ido Torrebianca 'a encontrarla?…
Su historia la conoc'ia 'unicamente por las palabras del esposo. Era viuda de un alto funcionario de la corte de los Zares; pero la personalidad del primer marido, con ser tan brillante, resultaba algo indecisa. Unas veces hab'ia sido, seg'un ella, Gran Mariscal de la corte; otras, simple general, y el que verdaderamente pod'ia ostentar una historia de heroicos antepasados era su propio padre.
Al repetir Torrebianca las afirmaciones de esta mujer, que le inspiraba amor y orgullo al mismo tiempo, hac'ia memoria de un sinn'umero de personajes de la corte rusa 'o de grandes damas amantes de los emperadores, todos parientes de Elena; pero 'el no los hab'ia visto nunca, por estar muertos desde muchos a~nos antes 'o vivir en sus lejanas tierras, enormes como Estados.
Las palabras de ella tambi'en alarmaban 'a Robledo. Nunca hab'ia estado en Am'erica, y sin embargo, una tarde, en un t'e del Ritz, le habl'o de su paso por San Francisco de California, cuando era ni~na. Otras veces dejaba rodar aturdidamente en el curso de su conversaci'on nombres de ciudades remotas 'o de personajes de fama universal, como si los conociese mucho. Nunca pudo saber con certeza cu'antos idiomas pose'ia.
– Los hablo todos – contest'o Elena en espa~nol un d'ia que Robledo le hizo esta pregunta.
Contaba an'ecdotas algo atrevidas, como si las hubiese escuchado 'a otras personas; pero lo hac'ia de tal modo, que el colonizador lleg'o algunas veces 'a sospechar si ser'ia ella la verdadera protagonista.
«?D'onde no ha estado esta mujer?… – pensaba. – Parece haber vivido mil existencias en pocos a~nos. Es imposible que todo eso haya podido ocurrir en los tiempos de su marido, el personaje ruso.»
Si intentaba explorar 'a su amigo para adquirir noticias, la fe de 'este en el pasado de su mujer era como una muralla de credulidad, dura 'e inconmovible, que cortaba el avance de toda averiguaci'on. Pero lleg'o 'a adquirir la certeza de que su amigo s'olo conoc'ia la historia de Elena 'a partir del momento que la encontr'o por primera vez en Londres. Toda su existencia anterior la sab'ia por lo que ella hab'ia querido contarle.
Pens'o que Federico, al contraer matrimonio, habr'ia tenido indudablemente conocimiento del origen de su esposa por los documentos que exige la preparaci'on de la ceremonia nupcial. Luego se vi'o obligado 'a desechar esta hip'otesis. El casamiento hab'ia sido en Londres, uno de esos matrimonios r'apidos como se ven en las cintas cinematogr'aficas, y para el cual s'olo son necesarios un sacerdote que lea el libro santo, dos testigos y algunos papeles examinados 'a la ligera.
Acab'o el espa~nol por arrepentirse de tantas dudas. Federico se mostraba contento y hasta orgulloso de su matrimonio, y 'el no ten'ia derecho 'a intervenir en la vida dom'estica de los otros. Adem'as, sus sospechas bien pod'ian ser el resultado de su falta de adaptaci'on – natural en un salvaje – al verse en plena vida de Par'is.
Elena era una dama del gran mundo, una mujer elegante de las que 'el no hab'ia tratado nunca. S'olo al matrimonio de su amigo deb'ia esta amistad extraordinaria, que forzosamente hab'ia de chocar con sus costumbres anteriores. A veces hasta encontraba l'ogico lo que momentos antes le hab'ia producido inmensa extra~neza. Era su ignorancia, su falta de educaci'on, la que le hac'ia incurrir en tantas sospechas y malos pensamientos. Luego le bastaba ver la sonrisa de Elena y la caricia de sus pupilas verdes y doradas para mostrar una confianza y una admiraci'on iguales 'a las de Federico.
Viv'ia en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradis'iacas delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en Par'is; pero las m'as de sus comidas las hac'ia con Torrebianca y su mujer. Unas veces eran 'estos los que le invitaban 'a su mesa; otras los invitaba 'el 'a los restoranes m'as c'elebres.
Adem'as, Elena le hizo asistir 'a algunos t'es en su casa, present'andolo 'a sus amigas. Mostraba un placer infantil en contrariar los gustos del «oso patag'onico», como ella apodaba 'a Robledo, 'a pesar de las protestas de 'este, que nunca hab'ia visto osos en la Argentina austral. Como 'el abominaba de tales reuniones, Elena se val'ia de diversas astucias para que asistiese 'a ellas.